Tras la consagración de ayer en la Champions, se instaló en lo más alto del fútbol. Pero todavía no mostró en la Selección lo mismo que en el Barcelona. A un año del Mundial de Sudáfrica, la pregunta surge: ¿Podrá ser Messi para Argentina lo que fue Maradona en el 86? Opine aquí.
El mundo se rindió ayer definitivamente a los pies de Messi. Consagración, festejo y, en el medio, un gol de cabeza por encima de Van der Sar para ser además el goleador y emblema del Barcelona ganador de la Champions. El Balón de Oro aparece esta vez como destino inexorable. ¿Queda algo más para demostrar? Siempre.
Muchos consideran todavía irrespetuosa la inevitable comparación con Maradona. Fundamentalmente porque todavía Leo debe rendir una asignatura pendiente en la Selección, con la que Diego se consagró en el 86 y estuvo al borde de la gloria otra vez en el 90.
Dentro de ese panorama, en el que aún Argentina debe conseguir la clasificación para el Mundial, cabe proyectar sobre lo que puede pasar en el Mundial de Sudáfrica.
En un equipo que todavía no termina de girar alrededor suyo y que no lo encuentra en su mejor dimensión. ¿Podrá ser Messi para Argentina lo que fue Maradona en el 86?
EL PARTIDO FUE DEL BARCELONA Ganó el Barça y ganó el fútbol, el bueno, la apuesta generosa, la que no admite más truco que el balón, el juego solidario entendido como un sistema de ayudas y apoyos, un amigo en cada esquina y subvenciones al talento. Ganó el Barça en la ciudad que corona emperadores, venció con absoluta fidelidad a sí mismo, lanzando besos al aire y sumando voluntades porque no hay mejor proselitismo que la hermosura. Ganamos todos, que conste también, porque hay mucho de nuestra Selección en ese equipo y en líneas generales porque, más allá de los colores, nos gusta este invento inglés llamado fútbol.
El palmarés de la Copa de Europa, ayer disfrazada de Mesalina, no recogerá nunca los primeros minutos del partido, cuando el Manchester fue el amo, pero habrá que constatarlos en consideración a la historia y a la resaca rival. En el primer minuto, hace cien años ya, el Manchester acumulaba un disparo a puerta y una ocasión de gol. Cristiano Ronaldo botó una falta desde 30 metros con ese chut que le caracteriza, mitad folha seca y mitad picadura de serpiente. Es difícil decir cuántos problemas le causó a Valdés el balón y cuántos el miedo, la fama de esos cueros con dientes de piraña. El caso es que la pelota se escurrió de sus guantes como una trucha y Piqué impidió el remate de Park. Otro mundo se perdió en ese limbo.
A los seis minutos volvió a disparar Cristiano Ronaldo, otra vez desde lejos y otra vez con veneno de cobra. La acción confirmaba el dominio absoluto del Manchester y la ausencia total del Barcelona. En la siguiente jugada, Cristiano, siempre Cristiano, controló un balón de fuego con el pecho y lo remató con la zurda. La pelota se perdió junto a un palo dejando un reguero de pánico.
En ese punto, cuando la diferencia de remates era ruborizante, marcó el Barcelona. Iniesta avanzó por el pasillo del ocho y en cada metro fue abriendo un candado. Cuando ya no pudo más, entregó a Etoo, que encaró la portería, quebró a Vidic y si chutó con la puntera es porque no había ni tiempo ni espacio para cargar la escopeta. Van der Sar sólo pudo acariciar el lomo de la pelota.
Son caprichosas las finales. Suelen rescatar a personajes heridos y Etoo, a pesar de sus esplendorosos 35 goles durante esta temporada, ha parecido demasiadas veces incómodo, como si le picara el traje y la vida. Sólo un jugador tan extraordinario se puede permitir el éxito a medio gas, hasta que anoche el destino le premió con el éxito a gas completo.
La final cambió absolutamente. El Manchester, que es un equipo tan altivo como su entrenador, no supo disimular su aturdimiento y a la confusión se sumó enseguida ese rondo que practica el Barcelona y que igual hipnotiza a rivales que acuna a Berlusconi. El sometimiento se prolongó durante cinco minutos porque el partido se escribía con capítulos cortos.
Guardiola había ganado la batalla de las pizarras. Messi, al que se esperaba en la banda de Evra, se filtró en la mediapunta, como hizo en el Bernab con Etoo y Henry inclinados a las bandas, la defensa del United, muy rígida, se quedó alineada demasiado cerca de su portería, dejando metros para las maniobras orquestales del Barcelona. Metros para morir.
Más arriba, ni Carrick ni Anderson estaban en condiciones de dar réplica al fútbol de Xavi e Iniesta, incluso Busquets les superaba. En esas dos tiras de hierba, en el país de los bajitos, se decide la superioridad del Barcelona y Ferguson no lo entendió. Quizá le pareció de mal gusto copiar al Chelsea, su modo de cerrar las ventanas y taponar los conductos del aire acondicionado. Y sólo así se puede amordazar a este Barça fabuloso. O intentarlo. Al cuarto de hora, Cristiano provocó la amarilla de Piqué, que le interceptó en un contragolpe. El monólogo del portugués en los ataques del Manchester podría indicarnos el egoísmo de un jugador individualista, y hoy no faltará quien lo diga, pero su actuación también puede entenderse como un derroche de calidad y pundonor, como un agotador esfuerzo por librarse del naufragio. Si el Real Madrid deja escapar a este futbolista habrá cometido, además de un error deportivo, una equivocación histórica que se medirá en años de retraso.
El tiempo que discurrió hasta el descanso alternó oportunidades, pero también fue señalando una deriva favorable al Barcelona. El idilio entre el balón y los pies de sus futbolistas había pasado de las conversaciones a los frotamientos y de los sonetos a las sábanas. Y nada se puede oponer al amor.
En la reanudación, Ferguson agravó las cosas. Retiró a Anderson y dio entrada a Tévez, con lo que debilitó más el mediocampo y colapsó en mayor medida el ataque. El cortocircuito se hizo notar de inmediato. El Barcelona comenzó a jugar más cómodo, más abierto, más mortal.
Henry estuvo muy cerca de conseguir el segundo gol, pero fue víctima de su manía de cocinar los pasteles con guinda. No satisfecho con el regate que le dejó en las barbas de Van der Sar, el chef francés quiso agujerearle el orgullo con un cañito. Y no coló.
El Barça ya goteaba sobre la cabeza del Manchester como un gota malaya. A Messi le faltaron dos tallas de zapato para alcanzar un centro al área. Muy poco después, Xavi estrelló contra el palo un lanzamiento de falta. El crujido de esa madera debió despertar al Manchester, que se lanzó sin más estrategia que el corazón en la boca. Fueron dos ratos de susto, poco más.
Recuperado el pulso, el Barcelona volvió a golpear. El gol lo marcó Messi, pero lo inventó Xavi. El centrocampista colgó un centro al área y el balón tuvo la virtud de citarse con Messi, que volaba a su encuentro. Si contactaron por teléfono o telepatía lo ignoro, pero hubo un instante, y se observará en las repeticiones, que jugador y pelota se esperaron hasta coincidir, acelerando uno y retrasándose el otro. El tanto fue soberbio, pues descubrió al más pequeño por el aire, como si viajara en la onda expansiva de una explosión o cayera de algún sitio, del cielo seguramente. El gol, por cierto, también incluía un mensaje, como las galletas chinas. Decía Balón de Oro.
Bajo ese chaparrón de fútbol, el Manchester aún disfrutó de una última oportunidad para reengancharse. Surgió de una incursión desesperada y reunió en el área de Valdés a los mil delanteros de Ferguson. Como no podía ser de otra forma, la pelota, ayer novelesca, fue dando tumbos hasta llegar a Cristiano, su historia pendiente. El portugués quiso chutar con tanta fuerza que se olvidó del sombrero de copa y de los conejos que asoman. Sin más intención que romper la red, su tiro se tropezó con el cuerpo de Valdés, que puso el pecho como los guardaespaldas de Reagan. Al Manchester, que aún se libró de un gol de Puyol, no le quedó más que desangrarse lentamente. Quien no disfrutó del síndrome de Estocolmo se lio a patadas, como el viejo Scholes, que cargó contra el muchacho Busquets y mereció la roja. Vidic también quiso quitarse el recuerdo de una burla con un leñazo a Messi.
El Barcelona, en la confirmación de su supremacía mundial e intergaláctica, había negado la posibilidad del suspense y hasta se permitió unos últimos minutos para observar el paisaje, la grada enloquecida y el maravilloso futuro que le espera.
El mundo se rindió ayer definitivamente a los pies de Messi. Consagración, festejo y, en el medio, un gol de cabeza por encima de Van der Sar para ser además el goleador y emblema del Barcelona ganador de la Champions. El Balón de Oro aparece esta vez como destino inexorable. ¿Queda algo más para demostrar? Siempre.
Muchos consideran todavía irrespetuosa la inevitable comparación con Maradona. Fundamentalmente porque todavía Leo debe rendir una asignatura pendiente en la Selección, con la que Diego se consagró en el 86 y estuvo al borde de la gloria otra vez en el 90.
Dentro de ese panorama, en el que aún Argentina debe conseguir la clasificación para el Mundial, cabe proyectar sobre lo que puede pasar en el Mundial de Sudáfrica.
En un equipo que todavía no termina de girar alrededor suyo y que no lo encuentra en su mejor dimensión. ¿Podrá ser Messi para Argentina lo que fue Maradona en el 86?
EL PARTIDO FUE DEL BARCELONA
El palmarés de la Copa de Europa, ayer disfrazada de Mesalina, no recogerá nunca los primeros minutos del partido, cuando el Manchester fue el amo, pero habrá que constatarlos en consideración a la historia y a la resaca rival. En el primer minuto, hace cien años ya, el Manchester acumulaba un disparo a puerta y una ocasión de gol. Cristiano Ronaldo botó una falta desde 30 metros con ese chut que le caracteriza, mitad folha seca y mitad picadura de serpiente. Es difícil decir cuántos problemas le causó a Valdés el balón y cuántos el miedo, la fama de esos cueros con dientes de piraña. El caso es que la pelota se escurrió de sus guantes como una trucha y Piqué impidió el remate de Park. Otro mundo se perdió en ese limbo.
A los seis minutos volvió a disparar Cristiano Ronaldo, otra vez desde lejos y otra vez con veneno de cobra. La acción confirmaba el dominio absoluto del Manchester y la ausencia total del Barcelona. En la siguiente jugada, Cristiano, siempre Cristiano, controló un balón de fuego con el pecho y lo remató con la zurda. La pelota se perdió junto a un palo dejando un reguero de pánico.
En ese punto, cuando la diferencia de remates era ruborizante, marcó el Barcelona. Iniesta avanzó por el pasillo del ocho y en cada metro fue abriendo un candado. Cuando ya no pudo más, entregó a Etoo, que encaró la portería, quebró a Vidic y si chutó con la puntera es porque no había ni tiempo ni espacio para cargar la escopeta. Van der Sar sólo pudo acariciar el lomo de la pelota.
Son caprichosas las finales. Suelen rescatar a personajes heridos y Etoo, a pesar de sus esplendorosos 35 goles durante esta temporada, ha parecido demasiadas veces incómodo, como si le picara el traje y la vida. Sólo un jugador tan extraordinario se puede permitir el éxito a medio gas, hasta que anoche el destino le premió con el éxito a gas completo.
La final cambió absolutamente. El Manchester, que es un equipo tan altivo como su entrenador, no supo disimular su aturdimiento y a la confusión se sumó enseguida ese rondo que practica el Barcelona y que igual hipnotiza a rivales que acuna a Berlusconi. El sometimiento se prolongó durante cinco minutos porque el partido se escribía con capítulos cortos.
Guardiola había ganado la batalla de las pizarras. Messi, al que se esperaba en la banda de Evra, se filtró en la mediapunta, como hizo en el Bernab con Etoo y Henry inclinados a las bandas, la defensa del United, muy rígida, se quedó alineada demasiado cerca de su portería, dejando metros para las maniobras orquestales del Barcelona. Metros para morir.
Más arriba, ni Carrick ni Anderson estaban en condiciones de dar réplica al fútbol de Xavi e Iniesta, incluso Busquets les superaba. En esas dos tiras de hierba, en el país de los bajitos, se decide la superioridad del Barcelona y Ferguson no lo entendió. Quizá le pareció de mal gusto copiar al Chelsea, su modo de cerrar las ventanas y taponar los conductos del aire acondicionado. Y sólo así se puede amordazar a este Barça fabuloso. O intentarlo.
El tiempo que discurrió hasta el descanso alternó oportunidades, pero también fue señalando una deriva favorable al Barcelona. El idilio entre el balón y los pies de sus futbolistas había pasado de las conversaciones a los frotamientos y de los sonetos a las sábanas. Y nada se puede oponer al amor.
En la reanudación, Ferguson agravó las cosas. Retiró a Anderson y dio entrada a Tévez, con lo que debilitó más el mediocampo y colapsó en mayor medida el ataque. El cortocircuito se hizo notar de inmediato. El Barcelona comenzó a jugar más cómodo, más abierto, más mortal.
Henry estuvo muy cerca de conseguir el segundo gol, pero fue víctima de su manía de cocinar los pasteles con guinda. No satisfecho con el regate que le dejó en las barbas de Van der Sar, el chef francés quiso agujerearle el orgullo con un cañito. Y no coló.
El Barça ya goteaba sobre la cabeza del Manchester como un gota malaya. A Messi le faltaron dos tallas de zapato para alcanzar un centro al área. Muy poco después, Xavi estrelló contra el palo un lanzamiento de falta. El crujido de esa madera debió despertar al Manchester, que se lanzó sin más estrategia que el corazón en la boca. Fueron dos ratos de susto, poco más.
Recuperado el pulso, el Barcelona volvió a golpear. El gol lo marcó Messi, pero lo inventó Xavi. El centrocampista colgó un centro al área y el balón tuvo la virtud de citarse con Messi, que volaba a su encuentro. Si contactaron por teléfono o telepatía lo ignoro, pero hubo un instante, y se observará en las repeticiones, que jugador y pelota se esperaron hasta coincidir, acelerando uno y retrasándose el otro. El tanto fue soberbio, pues descubrió al más pequeño por el aire, como si viajara en la onda expansiva de una explosión o cayera de algún sitio, del cielo seguramente. El gol, por cierto, también incluía un mensaje, como las galletas chinas. Decía Balón de Oro.
Bajo ese chaparrón de fútbol, el Manchester aún disfrutó de una última oportunidad para reengancharse. Surgió de una incursión desesperada y reunió en el área de Valdés a los mil delanteros de Ferguson. Como no podía ser de otra forma, la pelota, ayer novelesca, fue dando tumbos hasta llegar a Cristiano, su historia pendiente. El portugués quiso chutar con tanta fuerza que se olvidó del sombrero de copa y de los conejos que asoman. Sin más intención que romper la red, su tiro se tropezó con el cuerpo de Valdés, que puso el pecho como los guardaespaldas de Reagan.
El Barcelona, en la confirmación de su supremacía mundial e intergaláctica, había negado la posibilidad del suspense y hasta se permitió unos últimos minutos para observar el paisaje, la grada enloquecida y el maravilloso futuro que le espera.
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